Okham y el carrito

Foto: E. Seligmann
Diría que hoy es uno de esos días en los que no he tenido en cuenta ningún imprevisto, junto a la puerta he olvidado las bolsas de la compra, tendré que comprar una más y el otro día mi madre me trajo tres; en esta ciudad llueve doscientos días al año pero hoy he salido en zapatillas y además he olvidado esa mierda de plástico que deja al niño retractilado como las chuletas, "en atmósfera protectora". Cuando ha empezado a llover, ni una marquesina, ni un alero, ni un portal que ofrezca protección, esta ciudad tan moderna no tiene soportales para cobijarte del aguacero de la década. Sí, porque cuando logre llegar a casa y encienda el televisor, algún reportero intrépido habrá salido a la calle con su gabardina danesa a hacer su entradilla del espacio del tiempo, aparecerá con ese paraguas transparente tan útil que le permite ver mientras camina entre la gente y queda tan bien en cámara, en esta ciudad que llueve en todas direcciones, aparecerá, digo, para informar de los litros de agua que han caído (como si nosotros supiésemos si equivale a una palangana o a una piscina olímpica) y que tamaño registro no se ha efectuado en toda la década. ¿Nadie se ha dado cuenta del peso que ha adquirido la información meteorológica dentro de un noticiero diario? ¿es una cortina de humo? Realmente de qué me sirve saber si no llovía tanto en la ciudad desde 1993, si yo llegaré a casa con una pulmonía victoriana (las heroínas de novela la solían padecer después de dar paseos interminables por la campiña y mi abuela lo dice mucho cuando la bañan) y tendré que pasar una hora secando el puñetero carrito.

En cuanto me mudé a este apartamento supe que me convertiría en una de esas obsesionadas por delitos en ciernes y vecinos traficantes. Aquí estoy, apoyada en el alféizar, comiendo una tostada con gorgonzola, ya hace un rato que ese vehículo sospechoso se encuentra estacionado en la misma posición y no hay rastro de madre o padre alguno alrededor. Las últimas noches ha habido mucho movimiento en la calle, en la puerta de atrás del supermercado, estoy pensando que si tuviera que bajar a por comida ese sería el mejor transporte para los filetes de solomillo y los langostinos cocidos, discreto y que no levante sospechas. No, de momento no voy a ir a comprobarlo, porque no soy de esa clase de personas, no soy de esas que llevan hasta el final sus pesquisas, yo solo fantaseo, resolver un misterio es cosa de expertas, este se lo dejo a las de "radio patio".
Esta tarde ya me he hecho con una banqueta pintada de amarillo (es pequeña pero puede que sirva), el cuaderno de dibujos de ciencias de tercero de alguien, con el ojo humano, el aparato digestivo, la mitosis, la clasificación de los insectos, las partes de una seta. Y bueno, el segundo baby boom de las que han conseguido no divorciarse está al caer, quizá ese cochecito al que he echado el ojo no está en muy mal estado y si está homologado seguro que me lo quitan de las manos.

Lo descubrí una tarde caminando, el nido de cinco estrellas, aquellos pequeñines siguen piando en mi cabeza.
La navaja de Ockham o lex parsimoniae es un principio metodológico y filosófico atribuido a un pobre frailecillo franciscano llamado Guillermo de Ockham (1280-1349). Ya habréis oído hablar de él: "En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta".

Comentarios

  1. Me encanta mirar por la ventana. Y no aplicar nunca la navaja de Ockham

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