Una sopa de cuento

Hay cocina sentimental o emocional, es bien sencillo, no es que llores con las croquetas, es más bien que un momento de familiaridad, comodidad, seguridad viene en forma de tortilla después del baño o sopa de estrellas: sabores, olores, recuerdos, tardes de domingo en una sola cucharada. No estoy segura de si se contempla su análisis, su estudio o su misma crítica, o si tiene el más mínimo interés, pero es la que más interesa a la mayor parte de las papilas mundanas.
Hoy ceno sopa de tomate, no la hago mucho. Recuerdo una, hace bastantes años, que mi hermana hizo para toda la familia, solía cocinar cuando se quedaba sola en casa por las tardes de sábados o domingos, recuerdo que mi madre sentenció: "Está ácida". Sentencias como esa suelen marcar el curso de los acontecimientos familiares durante bastante tiempo, pero este es otro tema.
Ya no sé si os he contado que pasé algunas tardes de mi infancia sentada en un taburete alto de madera en la esquina del silencio de una librería, era la librería de mis abuelos y era la esquina del silencio porque era así como había que quedarse si se iba de visita, leyendo y en silencio, aunque no se supiera, la esquina del silencio estaba a la derecha o a la izquierda de donde mi abuelo solía trabajar, donde escribía en su underwood de pie, al fondo de la librería, donde no se molestaba. Cogía un libro y me quedaba allí u observaba a todos ir y venir, coger los libros que llegaban hasta el techo o subir al piso de arriba que tenía totalmente prohibido.
Si no acababa mi libro, quizá me lo llevara a casa, después de alguna promesa de que se devolvería.
Durante años, todos volvíamos de la librería con novelas, diccionarios, ensayos de todos los temas y, a veces, los libros volvían a la librería, a veces los que no tendrían por qué hacerlo, aquella era nuestra biblioteca particular. Sí, me perdí la experiencia de la sala de lectura o de la sala de préstamo del barrio. Algunas veces se quedaban con nosotros algunos extraños especímenes que rara vez se utilizaban para lo que habían sido ideados. Eso mismo es lo que le ocurrió a dos libros de cocina que yo solía ojear, aunque todavía no tenía edad ni altura para ponerme a cocinar. Uno era sobre sopas y el otro sobre ensaladas (Las 30 mejores recetas de… de Georgina Regàs y J. Selva), estaban impresos con tipografía manuscrita y totalmente ilustrados; todos los ingredientes de las recetas, las rodajitas de huevo duro, los trozos de pimientos, los gajos de tomate, los mejillones, y después los platos ya elaborados, eran tan distintos, me chiflaban, yo los ojeaba como si fueran cuentos, no paraba de mirar sus páginas de graciosas recetas dibujadas, no sé qué pasaba por mi cabeza.
Había allí una sopa de tomate, aparecían alineados los dibujillos de los trozos de cebolla, de tomate, los dientes de ajo, las hierbas, la cazuela humeante. No recuerdo cómo indicaba aquel libro que había que hacer la sopa, habrá que improvisar, ya no está conmigo el libro de cuentos de sopas.
Las pequeñas rarezas se contagian, los dos libros viven con alguien pequeño, a alguien pequeño le gusta mirarlos como un cuento y los usa para sus pócimas, ungüentos y brebajes mágicos, para su restaurante y para las recetas de los cosméticos entre naufragio y naufragio. Alguien con quien nunca he compartido la rareza mira dos libros de cocina como si fueran cuentos.
Hoy ceno sopa de tomate, seguramente ácida y sentimental.

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