Al teléfono

Ya no hablo con desconocidos por teléfono. No desde que se pueden identificar los números en una pantalla, no desde que me atormentan con el marketing directo, no desde que tengo un cacharro que va conmigo siempre, en el que están los números con "permiso" para llamar.
¿Alguna vez habéis descolgado ese aparato y una voz que no conocéis os ha dicho "hola, me puedes decir qué día es hoy"? Sucedió hace mucho, aquel día no supe la trascendencia de aquella llamada, no la entendí y seguro que no estuve a la altura. Por supuesto, le dije el día que era, sé que hablamos más tiempo pero no recuerdo sobre qué. Seguro que al colgar pensé que era alguien que no estaba muy bien, en vez de pensar que estaría sola, sin ver a nadie en horas, días, o sin hablar de algo que a mí me parecía tan simplón como el día o el tiempo, yo que en aquel momento estaba en lucha continua por el silencio, seguro que me la quité de encima (qué tacto).
Aquello fue la versión de andar por casa y mal llevada del Teléfono de la esperanza, supongo, lo relacioné años más tarde, como siempre gracias al cine y a Cosas que nunca te dije (Isabel Coixet, 1996). Pensé que en ese país, donde parece que hay de todo, aquella persona tendría que haber contado con Don para hablar con ella de todo y todos los días, él sabría qué hacer, lo habría hecho bien. Yo "comprendo las cosas más tarde".
Es que no me gusta hablar con ese chisme, incluso cuando no hay nadie a mi lado me da vergüenza. A veces hasta he ensayado, cuando se trataba de conversaciones profesionales, que un jefe te dirija las llamadas tampoco ayuda a la autoestima y la seguridad. Ahora es peor, todos aireamos nuestras charlas, estamos en continua exposición por la calle, en el metro, en el súper… puedo oír toda la violencia de mis vecinos, los niños insultando a su padre, la madre a su ex marido, la abuela a la que llama el del segundo está muy sorda, le repite una y otra vez que se ponga el teléfono en la oreja, le grita insistentemente. No veo a toda esa gente pero sé más de sus vidas de lo que deseo, no necesito toda esa información agobiándome, no la quiero.
Tengo odio/amor a esta cosa. Lo vamos a llevar en la muñeca y dentro de nada tan diminuto que lo meteremos en nuestro oído como en Her (Spike Jonze, 2013), y siempre estará presente. Sin embargo…
La otra tarde leí que en Medellín la red de bibliotecas de una Caja de ahorros, o similar, organiza lecturas por teléfono, por catálogo pides una novela, un ensayo, poesía, lo que sea, y un bibliotecario te llama por teléfono y te lo lee. Como en Cuentos por teléfono de Gianni Rodari. Como un lector por horas. No es nada nuevo, ya, no sé si porque no leo noticias así casi nunca que de repente tenía su dosis de ternura, de ingenuidad o simplemente era algo tan sencillo… gente en algún lugar leyendo libros a otros por teléfono de los que huelen, de los que amarillean, de los que se rompen… o quizás no, quizás estén dentro del propio teléfono (locura). Resulta que, en resumidas, este odiado artilugio sirve para llevar palabras, para comunicar… e incomunicar.
Y entonces pensé en mi desconocida al teléfono e imaginé tardes de historias, tardes de lectura, tardes al teléfono.

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