Un cementerio de pulgas

Mi salón(ín) ha descendido de nivel. No, no es que mi habitación sea high class y el resto ínfimo; es que he descubierto que el salón(ín) –insisto en el tamaño– está un centímetro más bajo que mi alcoba, hablamos de casas viejas, ya se sabe, un buen día se empiezan a arquear, menguan, se parten las caderas. Y bueno, pues una cosa lleva a la otra, se ha abierto una gran falla de seis milímetros bajo el umbral de la puerta, el suelo se abre a mis pies y allí van a morir los bichitos que un día me acompañaron. El mismo día que descubrí el socavón (costumbre madrileña contagiada por el gobernante de la villa) también descubrí mi gran sensibilidad podal solo comparable a aquella plasta que detectaba guisantes bajo los colchones, me notaba más baja al salir de la chambre, hasta casi me mareo y todo por el desnivel.
Por todas las rendijas se cuela la vida, ¿esas pulgas del circo vienen, sin embargo, a morir a mi grieta?

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