«La Schommer»



Esto es una cámara de campo. ¿Es una cámara para llevarse al campo? Parece grande, es grande, ¿podría ser más grande? Sí. Parece difícil de usar. Así, de pronto, es difícil de usar. 
Para mí, lo será siempre.
Este año, mientras unos aprendíais a hacer pan, brioche o croissant, los más avezados –algunos lo conseguíais–, David construía este precioso objeto. 
¿Por qué se llama cámara de campo? ¿Para qué sirve? ¿Qué fotos se pueden hacer con ella? ¿Cómo se construye? ¿Cómo aprendiste a construirla? ¿Por qué se llama «La Schommer»? A mí me salen un montón de interrogantes.
Dejaremos para más delante el porqué de su nombre, como traca final.
Trataré de contar la historia de esta peculiar cámara con su ayuda. Para poderlo hacer bien y no quedar fatal, le he hecho esas preguntas que él no ha contestado exactamente ni escuetamente, porque así son los fotógrafos: «No se me da bien escribir o hablar. Creo que por eso hago fotos. Intento contar cosas a través de imágenes». 
Pero les das cuerda y se remontan a los recuerdos colegiales: «En el colegio me hablaron de la cámara oscura. Me pareció un poco de Magia Borrás. Es un efecto óptico y yo lo vi en mi propia habitación unos años más tarde: una casa iluminada fuertemente por el sol se podía ver en la pared de mi habitación con la persiana bajada. Entendí la cámara oscura en ese preciso momento. Yo soy de "si no lo veo no lo creo"».
(Un empírico como el santo Tomás). 
Así, ya empezó a contarme cómo se fascina un niño primero con la ciencia de la fotografía: «quería comprender y destripar ese milagro de la fotografía, como cuando diseccionas una rata o un conejo, quería ver su interior y entender cómo funcionaba. Captaba la realidad y aparecía en un papel. Me pareció asombroso». 
«Luego, empecé a ver libros, adquirir cámaras y, por supuesto, a hacer fotos. He empollado mucho de óptica, mecánica y química relacionada con la fotografía». 
Y luego, con el arte de la fotografía: «El proceso de creación de la imagen es lo que más me interesa, pero plasmar en una diapositiva, una hoja de papel o una pantalla esa sensación que me produce lo que veo es difícil; es una frustración constante y un reto que nunca se acaba y, mientras tanto, se aprende».

«Aprendí fotografía de forma autodidacta. 
Se puede decir que aprendí mi fotografía». 

Su primera cámara se la regalaron a los ocho o nueve años. Era una Kodak Instamatic 25, como la de Amelie Poulain.
Después ha habido muchas más con las que «disfrutar»: formatos pequeños, medianos, grandes cámaras manuales y automáticas; antiguas, estenopeicas y también digitales, pues claro. Pero estas últimas no son más que un paso necesario para retomar el oficio más reflex-ivo. (Un chiste malo mío).
«Las cámaras digitales, los móviles de última generación y la fotografía computacional introducida en las tripas electrónicas de esos aparatos hacen gran parte de trabajo. No salen, al final, ni mejores ni peores fotografías. La cámara es solamente una herramienta. Las imágenes que obtienes con ella son lo importante. Se puede pintar un cuadro con pinceles, espátulas, carbón, con las manos, con esponjas… y todo es pintura». 
Entonces, ¿qué tipo de cámara es esta? Se trata de una cámara de gran formato diseñada para poder hacer el trabajo preciso que se hace en un estudio fuera de él.
¿Así, sin más? Cuéntame más.
«Los trabajos que hice de publicidad, por ejemplo, hace unos años, tenían que realizarse con una gran calidad de imagen, exactitud de color, exposición ajustada para la impresión, gran profundidad de campo y nitidez extrema. Y todo eso lo permiten las cámaras de gran formato. 
Tenía una Sinar P de 4 x 5 pulgadas (proporciona un negativo de 10 x 12 cm). Las había más grandes, pero esta se ajustaba a mi trabajo. Estaba fabricada con la precisión de un reloj suizo (que también me fascinan): es suave como la seda y robusta como un bloque de hierro. 
La llamaban también "cámara de banco óptico" porque hay que usarla sobre un banco o raíl sólido y trípodes de gran peso. ¡Aquello era la cámara oscura elevada a la máxima potencia!


»Tiene mil y un accesorios que la hacen perfecta. Pero lo que la diferencia del resto es su capacidad para producir movimientos en los planos y los ejes que otras cámaras no tienen. Mover, bascular, desplazar y girar sus piezas permite modificar el punto de vista, cambiar el plano sobre el que enfoca el objetivo, cambiar la perspectiva, deformar, corregir puntos de fuga, etc. 


Es el tipo de cámara más difícil de manejar, pero también el más placentero.  
(Eso, tú a lo difícil). 
Eres tú, el sujeto y el dominar a la máquina para conseguir esa imagen que está en tu cerebro o en el del cliente.
No es una cámara para nerviosos, para fotografiar con prisas, apuntar y disparar. Se requiere aprendizaje, paciencia, meditación, previsualización.
Hay que quererla y entenderla. (Atención, seguimos hablando de una máquina).
Y ella te dará la satisfacción buscada, una sensación especial de haber conseguido una imagen única.
Se llama «cámara de placas», porque, al principio, los negativos eran placas de cristal impregnadas de emulsión de plata muy difíciles de hacer, transportar, exponer y revelar. Hoy, son películas finas de acetato y emulsiones blandas mucho más fáciles de manejar.

Cuando la usas te conviertes en fabricante de imágenes 
de principio a fin. Controlas todo el proceso de creación».

Así que, se trata de llevar el gran formato al campo. Es una cámara de placas de campo. Ya me pide silencio.
«Mientras trabajaba en el estudio con esa cámara, despacio, probando midiendo, calculando, pensaba en hacer lo mismo fuera del estudio, en el campo, pero 25, 35, o 45 kg no se pueden llevar tan fácil al hombro. Bueno, hubo grandes fotógrafos forzudos que lo hicieron con éxito, pero yo no era de esos. Busqué una cámara grande, pero pequeña. La llamaban «cámara de campo». Pesaban apenas 2 kg. Eran de madera, de aluminio, plegables, fijas, modulares, japonesas, alemanas, suizas, americanas. Tenían muchas de las posibilidades de una cámara de estudio, pero en un volumen y peso mucho menor. 
Una auténtica maravilla con engranajes, cremalleras, tornillos, bisagras, mecanismos». 
Sin embargo, no se decidió a adquirirla. Además, cambiaron los encargos y la manera de realizarlos. Vendió sus cámaras de estudio. ¡Una pena! 
Mas –lo que más me gusta de esta historia– cometió un «error romántico» –dice–, porque se quedó con un objetivo de gran formato: un Schneider de 150 mm. No era el mejor de los que tuvo, pero había pertenecido al gran Alberto Schommer y quién sabe si a alguien más antes. Lo compró en Madrid un día de apuro con un trabajo muy especial para el que no iba bien preparado. Extraño en él, pero le pasó.
(No es muy mitómano, pero aquí lo hemos pillado).
Desvelado el misterio. Cuando me contaba todo esto –que había construido una cámara de campo– le dije que debía llamarla «La Schommer», porque era una criatura, como Frankenstein, y necesitaba nombre. Además a él (Alberto) le habría encantado conocer esta historia.
Un objetivo, ahí solo, necesitaba su cámara para colocarlo, me cuenta. Buscó alguna; de primera y de segunda mano, pero eran caras.
Al loro:
«Se me ocurrió poner en práctica todo lo que había aprendido durante años desmontando y montando máquinas y mecanismos. Me propuse fabricarla yo mismo a modo de juego o reto, no sé. La condición era fabricarla con materiales de la ferretería y todo lo que tuviera por casa. Comencé a pensar la forma de fabricarla: dibujaba esquemas y planos con posibles opciones de montantes, movimientos, fijaciones, etc. A veces soñaba con las piezas y me ponía a fabricarlas a la mañana siguiente. 
Así, en los ratos que podía, fui sufriendo, jugando, recordando… lesionándome… lijando, cortando, puliendo, agujereando, montando, hasta que la terminé». 



¿De qué materiales está construida? Shhh.
«El cristal de la pantalla de enfoque lo esmerilé en húmedo con tres tipos de lija, durante horas, a partir de un recorte de un marco de fotos.
El fuelle está hecho de tela engomada para chubasqueros o algo así, cartón y pintura negra a partir de unos planos de una vieja fábrica de fuelles alemana. Tiré a la basura varios intentos. 
Rescaté un par de piezas de repuesto de un viejo fuelle de ampliadora Durst de 1970. 
Tornillos moleteados sacados de aquí y allá, pintura mate, perfiles de aluminio, fieltro adhesivo negro, cartón... 
Había que calcular al milímetro los márgenes de los movimientos, las distancias de enfoque. Probar una y otra vez. Repetir piezas. Tenía que ser sólida, pero ligera, sin fisuras que dejasen entrar la luz parásita. 
Sabía que no podía competir con esas maravillas salidas de factorías con maquinaria de precisión y buenos materiales. Pero pensaba en la cámara oscura: era solo un agujero en una persiana y una habitación oscura. 
Creo que me ha quedado mejor que aquella habitación. 
El resto es la luz». 

Me encanta mirarla. Me enorgullece.
No sé hacer nada parecido, ¿y yú?
Esperamos salir pronto a probarla en su medio, el campo. Si el genio me deja ir con él.

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